“Lo que pasó anoche incluso me avergüenza”, digo, empujando suavemente el vaso de zumo de naranja exprimida hacía adelante. Leo asiente con un gruñido, masticando el pan tostado con aceite de oliva que va engullendo junto al café con leche. Afuera cae la lluvia con intensidad y la televisión anuncia que está nevando en Rascafría y en El Escorial desde la medianoche. Le estaba relatando a mi interlocutor, al hallarnos en una de las mesas que recibe mucha luz de los grandes ventanales del Restaurante pegado al Hostal Welcome, el incidente que aconteció anoche en la sala de TV, una sala sin ventanas y lleno de gentes, especialmente aquellas que han llegado de África clamando refugio. Alguien había apagado la luz y cerrado la puerta, al filo de las once. Yo reacciono y me impulso hacia adelante, manifestando ira y decepción y, la luz se vuelve a encender y la puerta a abrir. Regreso a mi asiento, un banco pegado a la pared donde están mis cosas en un montículo, en el suelo, y sigo con lo que estaba haciendo en mi ordenador. Enseguida no aguanto la presión del lugar y, en pocos minutos, arrumo mis cosas y salgo del recinto. Es ahí donde ocurre algo.
El padre de familia latinoamericano, lo veo inmediatamente al salir de la sala, quien estaba aparentemente disfrutando tranquilamente de sus hijas pequeñas y su mujer, junto a otra pareja del mismo origen, creo recordar, en una mesa contigua, utilizando sus teléfonos móviles se levanta y apaga la luz y cierra la puerta con extrema violencia. Yo ya estaba unos centímetros afuera. Al instante, siento algo caliente crecer en todo mi cuerpo. Después de unas décimas de segundo de shock y estupor, prosigo mi camino fuera de ese ámbito. Subo las escaleras, rumbo a mi habitación con pasos lentos, rumiando este enésimo acontecimiento que corroe mi alma. Hallo mi punto favorito en el transcurso del pasillo, al lado de una plantera, junto a la ventana. Los ruidos y las voces del gentío se disipan en la distancia. Estoy solo con mis pensamientos de furia, en silencio.
Me imagino saliendo de la puerta y viendo una figura que se abalanza hacia mí a mis espaldas, el latino corpulento y con tatuajes en sus brazos. Veo que su intención es demostrar una acción violenta, las fracciones del tiempo que me detengo, giro sobre mis talones y le golpeo con una patada al centro de su tórax. Le veo expulsado hacia atrás y caer sobre la mesa. La luz sigue vigente y todos contienen la respiración en ese instante. Yo estoy agazapado, con las rodillas dobladas y las dos manos adelantadas dispuesto a cortar el aire. Me incorporo, recupero la elegancia del cuerpo erecto, cojo mis cosas y me retiro del lugar sin mirar atrás.
“Son esos centroamericanos de mierda que mienten a la Cruz Roja para tener estos beneficios”, me dice el abogado peruano quien aún no ha podido recomponerse después del último golpe de la Vida que ha experimentado. Le manifiesto que, pese a todo, estoy muy agradecido de estar aquí bajo el tutelaje del gobierno municipal, esto de la “Campaña Municipal contra el frío” y, no en un albergue o en una cárcel o, directamente en la calle. Que me considero un artista de la supervivencia y que aprendo, aprendemos cotidianamente a flexibilizar la cintura para eludir los obstáculos y mantenernos vivos. Que esta situación no es permanente y que, al final de todo, como dice el poema Desiderata, este sigue siendo un mundo hermoso.
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