Estoy sentado -a la hora en que empiezo a escribir esto- en la sala de estar del Centro de Acogida de Zamora, Madre Bonifacia, el Albergue de Indigentes, patrocinado por Cáritas y gestionado, según la oficial de la Policía Local que me atendió este mediodía, por una firma privada. Supongo que es como las denominadas escuelas concertadas. Juan, uno de los monitores de este acogedor sitio, acaba de informarme las normas que hay que observar en todo momento, entre las que se hallan, por supuesto, no consumir drogas o alcohol dentro ni fuera del recinto; ser puntuales con los horarios, observar el respeto y las buenas maneras en las relaciones interpersonales, etc.
Juan, al igual que María, la directora, asi como Jesus, David, Luisa, los demás monitores, ya han tomado conocimiento de mi situación: un hombre con el rostro fatigado, arrastrando una feroz bicicleta que, logísticamente, es imposible de ubicar en ningun lugar. Mi inmediato futuro, sin embargo, está sujeto a este requerimiento: poder aparcar la bicicleta en algún espacio seguro. Había que buscar otras alternativas, ya que en la Policía Local y en Cáritas Diocesana, donde me han dado la autorización para quedarme en el Albergue, al menos hasta el Lunes, no han hallado un sitio físico para depositar la bicicleta mientras yo aproveche este servicio de hospitalidad integral, todo un privilegio.
Estaba yo atento a las otras alternativas paralelas -esto sucede al acabar las posibilidades por las vías tradicionales-, cuando pasa una pareja con sus dos hijos frente al Albergue. Ella, desde el principio, se comporta como alguien con mente abierta. “- Soy alemana”, me dice sonriente. Un buen signo, gente disponible, solidaria (sí, en principio, ya que, de acuerdo a mi experiencia, hasta que no se concrete los hechos, sigue siendo un signo). Les explico mi situación muy rápidamente y quedamos con hallarnos exactamente en este punto a eso de las 4 de la tarde. Él anota mi teléfono y se marchan. Hora de comer en el Shelter, mientras tanto y, hay otros asuntos que resolver, propios de un recién llegado.
Poco antes de las cuatro de la tarde, en medio de una entrevista con Juan, el monitor de turno, suena mi teléfono. Mi intuición fue correcta puesto que nadie me llama por teléfono ni ahora ni antes: es Sergio, el que había prometido agenciarme un espacio en su garaje donde guardan la caravana cuando no están de viaje. “Estaré frente a la puerta del Albergue en 10 minutos”, dice. Llega puntualmente e inmediatamente me instruye en seguirle hasta el lugar donde está ubicado el garaje; él en su carro, yo en la bicicleta. Un par de cuadras por la avenida adyacente al baluarte de Zamora, doblar a la derecha en la esquina del Supermercado hasta llegar a otro canto a unos 300 metros más abajo; otra vez doblar a la izquierda en una zona de casas bajas anteponiendose a los edificios de apartamentos circundantes. Finalmente, nos hallamos frente al garaje que, al abrirlo, deja al descubierto una caravana, efectivamente, como me han señalado cuando nos encontramos en la Calle de la Reina, que es donde está ubicado el Albergue. Me hallaba en medio de una operación fundamental en la pizarra de estrategias logísticas de mi expedición. Sin esta asistencia necesaria no podría alcanzar la estabilidad y la paz de la mente que necesito para disfrutar de mi tiempo presente. Zamora es una hito histórico y monumental de mi camino. La Ponderosa estará resguardada aquí al menos hasta el Lunes. He conseguido un lugar para descansar, el mismo donde voy a comer. He conseguido aparcar mi bicicleta en un lugar seguro. La vida es buena para mí, muy buena.
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